En un intento de definir la enemistad recurro al material fotográfico y demás recuerdos que traje este año de Boston, MA. Desafortunadamente este cuento pretende ser, ni más ni menos, mi catarsis personal y pienso que si lo dejo por escrito en estos foros nobles igual un día se me perdonará lo que hice por puro gusto e impulso.
Horas
antes de coger el avión de vuelta, persona mía muy querida se quiere despedir
de mí llevándome a un restaurante fabuloso, conocido por sus carnes exquisitas
pero sobre todo por su carta espectacular de vinos. Las despedidas suelen ser
odiosas y a la vez esconden algo enigmático, incluso morboso; dichos
acontecimientos suelen transcurrir en un escenario específico, por lo tanto
premeditado, y allí uno se tiene que portar.
-Come y
calla, preciosa, brinda como un payaso levantando tu copa y sin que te tiemble
la mano, sonríe y dime que el vino te encanta, sin que se te escape ningún
lagrimón.
Un
ambiente que está a la altura de la ocasión, todavía es pronto para cenar, pero
me amoldo a los hábitos estadounidenses que te hacen cenar a las 7pm (de la
tarde) y te mandan a la cama a las 9pm (de la noche). Una sala amplia, tan
amplia que te hace sentir en vez de cliente exclusivo, persona sola y desamparada.
Unos cuantos salones que no los separan paredes si no expositores altos de
cristal, detrás de ellos innumerables botellas de vino tumbadas, reposando de
una forma acordemente pretenciosa, sobre estanterías de madera.
Un
simpático maître de sala se nos acerca y nos señala nuestra mesa para dos,
pegada a una cristalera que detrás de ella se despliega una vista maravillosa.
Estamos en la parte sur de la ciudad, se ve la bahía y el desemboque del río
Charles, el aeropuerto Logan y un parque de atracciones que eclipsa como
espectáculo los aterrizajes y despegues continuos de los aviones que vienen y se van.
-Cómo están hoy, señores.
Cómo
quieres que estemos, pues tristes, estamos tristes y venimos a celebrarlo aquí,
¿qué te parece?
-Les apetece un aperitivo, un dry martini
quizá, con unas ostras bluebay.
Mi
acompañante se anima y yo me hundo en mi sillón, me quedo mirando los aviones
en un intento de evitar al maître simpático y a la vez los reflejos de las
luces del parque de atracciones que casi me deslumbran.
-I would have an albariño, gracias. Y mi hermano me mira con una
sonrisa .
El
maître sonríe también, pero él no me conoce.
Albariño
para la niña pues y vienen las ostras y el martini, luego unos calamares con
salsa agridulce y un buen plato de patas de king crabs, unos cangrejos bastante
sabrosos la verdad, de Alaska. Clavo mi mirada en el ketchup y un botecito de
tabasco que están en medio de la bandeja de las ostras, no es verdad, dime que
no es verdad ¡también les echan ketchup a las ostras….!
La
situación me supera, busco al maître simpático para pedirle una copa más de
vino pero el ya no está, ahora viene el que se va a ocupar de sugerirnos el
segundo y el respectivo vino.
Hay más
personal que clientes, hay más botellas de vino que almas ambulantes, más copas
de vino vacías por todo el local que luces que deslumbran. Me siento atrapada y
el contexto me hace querer coger el próximo avión que se vaya a despegar del
Logan.
La
tarde transcurre simpática, es que no encuentro otra palabra que todavía tengo
la cara del maître clavada en mi cabeza, y mi hermano hace lo mejor para que la
despedida no sea despedida.
Nos
cambian los platos, retiran la bandeja con los hielos de las ostras y el
ketchup, nos cambian las copas y aparece el segundo maître y detrás el
sommelier. Me emociono. Pedimos dos entrecots poco hechos con guarnición de
espárragos trigueros y unas cáscaras de cebolla rebozadas y así el segundo
maître desaparece feliz, muy feliz por habernos conocido a mi hermano y a mi,
por haber tenido la oportunidad de atendernos. (fueron sus propias palabras,
aquí transcritas y traducidas al castellano)
Llega
el sommelier, joven, muy joven, y cargado con un libro pesado.
La
carta de los vinos, señores. Mi compañero me ha comunicado que van a tomar
nuestro entrecot envuelto en grano de café colombiano molido y sal gorda a la
brasa así que déjeme sugerir el vino que pueda acompañar perfectamente su
elección.
Le miro
y me entrar ganas de reír, verás, que nos traerá también el bote del ketchup para
acompañar las carnes.
-Mi
hermana elige el vino, gracias, dice mi hermano y el sommelier-cara ketchup me
entrega la carta-enciclopedia de vinos.
Me
callo. Voy pasando las páginas, los vinos se clasifican por países,
localidades, pagos y chateaux, por vintages, cepages, coupages y blends.
Términos
que se diluyen tanto a la hora de repasar la infinita carta. En un intento de
centrarme busco ¨Spain¨ y para sentirme más cómoda voy barajando la posibilidad
de pedir un vino español. Aalto, Abadía Retuerta, Pingus, Pesquera, Vega
Sicilia (of course), Muga, Alvaro Palacios, Clos Mogador, El Nido¨Clio¨,
Mustiguillo, Numanthia y más, muchos más. Veo borroso y no me decido y el
sommelier coge la carta de mis manos y me pregunta si quiero catar un buen
Cabernet Sauvignon de Napa.
-No lo
dudes, le digo y ya se me borra la sonrisa pícara referente al ketchup.
Caymus Special Selection 2003, miss.
Indudablemente una buena elección, déjeme traerle la botella y lo vemos juntos.
Nerviosa,
estoy nerviosa porque son las últimas horas que paso con mi hermano, en breve
me tendré que ir y ya no le veo hasta el año que viene. Y ese sommelier que
pretende regar los momentos personales de sus clientes desolados con vinos que
hacen de pared en ese célebre restaurante.
Viene
el sommelier, trae la botella del Caymus envuelta en una toalla negra, lo
inclina suavemente y nos lo presenta, etiqueta, contraetiqueta. A continuación
trae el decantador, descorcha, lo decanta y en 20 minutos aproximadamente
vuelve para servírnoslo, dejando el corcho encima de nuestra mesa. Llega la
carne, la cebolla rebozada y un par de guarniciones más. Imposible, imposible
centrarme, me es imposible disfrutar, estoy llena.
La
carne está espectacular. Pruebo sólo un poquito; por fuera crujiente, no sabe a
café, pero si te deja un último regusto plácidamente amargo al final. Las
cebollas están, pues, curiosas. Saben a aros de cebolla frita pero lo que hacen
de verdad es potenciar el aspecto de nuestra mesa para dos; un par de hermanos
que hacen un esfuerzo para despedirse dignamente, unos chuletones exquisitos,
las cebollas apiladas, y ese Caymus 2003.
Me
cuesta masticar, es el escenario perfecto pero me cuesta vivir el momento, de
hecho apenas traigo recuerdos organolépticos. Más me impacta el contexto, las
maneras, el ketchup, el cara-ketchup y el maître simpático que el propio
acontecimiento, que ya iba cogiendo cuerpo y color.
Puedo,
no puedo. Ahora sí, un bocado más y un poco de vino, el Caymus que hace que el
sommelier se venga a nuestra mesa cada dos por tres para preguntarnos qué tal
ese maridaje.
-Armonioso,
señores, eso es, ¡armonioso! Tan carnoso con taninos intelectualmente desarrollados,
piensen antes de sentir y luego sientan sin forzarlo.
No lo
se, mi inglés es suficiente para entender pero la exaltación del sommelier me
hace dudar. Mi hermano se lo está pasando bomba, entre el espectáculo del
personal y mi cara de circunstancia.
Desde
luego el vino está riquísimo. Rico,
palabra pobre la verdad para definir algo que tan intensamente recuerdo. Recuerdo
unos aromas no tan evidentes para ser un Cabernet, pero cierto es que de la
Cabernet de Napa no tengo muchas referencias. Si que detecto unos aromas muy herbáceos,
eneldo y ¿eucalipto? En boca cremoso, moka y café, intenso y yo apenas salivando.
Sorprendente, muy cálido y envolvente, apenas tánico. Mi hermano está muy
contento también, me cuenta que es uno de los mejores Cabernet californianos,
y que es una bodega familiar que ha progresado mucho las dos últimas décadas.
La primera añada comercializada fue la del 1972 y actualmente tienen una
producción bastante limitada.
Me
sorprende su color. Rojo ladrillo con un ribete flotante, destellos intensos
teja. Miro detenidamente el mantel, la sombra del vino sobre el fondo blanco y
me es reconfortable oír la voz de mi hermano contándome el cómo llegó a conocer
este sitio y hablándome de otros buenos vinos que había probado en esa misma
sala.
No
quiero postre y tampoco he podido acabar mi entrecot. Me tomo una última copa
del vino y quiero que nos vayamos ya, tengo que preparar mi maleta y
despedirme, ahora de verdad, despedirme de mi hermano. Por nuestra mesa pasean todos, el maître
simpático, el segundo maître y el sommelier, un par de camareros más que se
ocupan de despejar nuestra mesa.
Un
placer, un placer de verdad. Sonrío y me quedo atrás, estoy colocando bien mi
bolso y un par de bolsas de la compra que habíamos hecho antes de cenar. No se
que me está pasando pero estoy al punto de hacer algo bastante malo.
Volvemos
a casa, estoy nerviosa, a mi hermano le tengo algo que confesar.
-Oye,
sabes que he hecho algo y te lo tengo que contar.
-He
robado la carta de Del Frisco´s.
Mi
hermano se queda callado y sin decirme nada se va a la otra habitación. Vuelve.
-Dímelo,
se la pedimos y nos la dan seguro. ¡Has robado la carta! Y empieza a reírse…
Ya
estoy de vuelta. Casi tres meses después, el recuerdo del Caymus 2003 lo tengo
ahí, repaso las fotos y de vez en cuando su carta amplia de vinos. Pero la
historia de ese vino no termina aquí.
A las
dos semanas después de mi vuelta, llega a mi casa una carta. Sin remitente,
solamente ponía el sello de EEUU, y la localidad, Boston MA.
Subo a
mi casa y abro el sobre. Me encuentro con una carta de Del Frisco´s.
Enseguida
pienso que ¨me han pillado¨, y antes de empezar a leerla pienso llamar a mi
hermano.
Abro la
carta y leo un breve agradecimiento del maître simpático, sin más, que fue un
placer conocerme y que espera que vuelva pronto a Boston y a su restaurante. No
se si fue casualidad, desde luego mi hermano ha estado en ese restaurante
muchas veces pero nunca le escribieron una carta.
También cierto es que rellené un pequeño formulario con mis datos, entre ellos mi dirección, para recibir información de las promociones de Del Friscos.
Creo
que me gané un enemigo más, ese Caymus me incitó a hurtar. Y el maître
simpático se llama Kevin.
6 comentarios:
Con este cuento-catarsis que no es cuento y el del vino ya bebido en la copa de Steve Jobs, que quizá tampoco, parece que nos dejas descubrir lo que de verdad ha dejado huella en tus sentidos, tu memoria y tu corazón. Y el vino, of course.
αβ
¿Ya no escribes más?
¿ya no escribes más?
¿Ya no escribes más?
tanta parrafada y los mejores estan en las casas de las productoras e provado enbotellado por las empresas y los caseros de los agricultores y ni punto de comporacion y todo depende de lo que aconpañe ese vino
No te animas a escribir?? Tus cuentos son la unica forma de que los demas podamos adentrarnos en tus experiencias unicas y sensoriales y vivirlas como tu lo hicistes.
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