El olor es el recuerdo más intenso
Recuerdo, como si fuera ayer, el día que trajo mi hermano un Macintosh a casa, en uno de sus primeros viajes de Boston. Como aquello no desprendía ningún olor -tampoco le podía pegar un mordisco para saborearlo- tan sólo me quedaba mirándolo, observando su forma de trasto rectangular. Me preguntaba por qué una calculadora tenía que ocupar tanto espacio y llamar tanto la atención. Me preocupaba porque mi hermano le dedicaba más tiempo que a mí.
Le recuerdo pues, sentado delante del susodicho durante horas y horas redactando su tesis doctoral, mientras la familia nos veíamos intimidados ante ese intruso que nos robaba momentos con él. Por las noches y después de cenar se retiraba de la mesa y de la recién empezada tertulia, con su copa de vino en la mano. Se sentaba delante de esa pantalla de color que le absorbía durante muchas horas, hasta el amanecer.
Yo tendría unos nueve años, no más, y esas mañanas que mi hermano estaba en casa me despertaba pronto y con unas ganas que rozaban el ansia me dirigía a su habitación a darle un abrazo y pedirle que me contase sus historias, que me llevase al paseo marítimo y jugar con él. Antes de entrar, miraba por la puerta entreabierta, la abría despacio y me lo encontraba dormido en su mesa de estudio con el Macintosh encendido. A su lado la copa de vino, era tinto, casi vacía, el fondo de la copa teñida y esa típica línea de vino que tinta las paredes de la copa, marcaba el último sorbo que le había dado la noche anterior. Durante unos segundos me quedaba mirando la pantalla, intentando descifrar líneas tras línea las horas invertidas de estudio e investigación, en vano; mi hermano redactaba en inglés y yo en aquel entonces acababa de pronunciar correctamente el griego.
Mi mirada pronto se redirigía hacía la copa teñida y vacía, porque me daba fuerte ese olor a vino ya bebido. Ese olor que se asemeja a nuestro aliento tras una noche envinada, tras una cata larga que termina uno resbalándose entre términos descriptivos del color, del aroma y del gusto, que te deja la lengua áspera de tanto probar y pensar, la nariz propensa a identificar únicamente alcoholes.
Con una mano cogía la copa y la acercaba a mi nariz que hablaba menos inglés que yo. Con la otra mano acariciaba suavemente el pelo de mi hermano, asociando ese olor a vino de anoche con esos colores lineales y nítidos de una pantalla de ordenador y con la textura tan suave, tan sedosa, del cabello moreno de mi hermano.
El, después de unos instantes, se empezaba a remover, levantaba su cabeza, me miraba y con una sonrisa tímida frotaba sus ojos. Yo dejaba la copa encima de la mesa y el apagaba el ordenador con gestos sutiles a la vez que se estaba desperezando.
- ¿Qué hora es, Georgia?
Años -muchos años- después, son las doce y media de la noche y me encuentro sentada delante de una pantalla de ordenador con único acompañante y cómplice de memoria, recuerdos y nomenclaturas una copa de vino blanco, ya que todavía hace tanto calor que no me atrevo a teñirme la copa tinta. Tengo aquí un Mac de esos que es menos trasto que el Macintosh de los años noventa pero hace cálculos igual.
Le recuerdo pues, sentado delante del susodicho durante horas y horas redactando su tesis doctoral, mientras la familia nos veíamos intimidados ante ese intruso que nos robaba momentos con él. Por las noches y después de cenar se retiraba de la mesa y de la recién empezada tertulia, con su copa de vino en la mano. Se sentaba delante de esa pantalla de color que le absorbía durante muchas horas, hasta el amanecer.
Yo tendría unos nueve años, no más, y esas mañanas que mi hermano estaba en casa me despertaba pronto y con unas ganas que rozaban el ansia me dirigía a su habitación a darle un abrazo y pedirle que me contase sus historias, que me llevase al paseo marítimo y jugar con él. Antes de entrar, miraba por la puerta entreabierta, la abría despacio y me lo encontraba dormido en su mesa de estudio con el Macintosh encendido. A su lado la copa de vino, era tinto, casi vacía, el fondo de la copa teñida y esa típica línea de vino que tinta las paredes de la copa, marcaba el último sorbo que le había dado la noche anterior. Durante unos segundos me quedaba mirando la pantalla, intentando descifrar líneas tras línea las horas invertidas de estudio e investigación, en vano; mi hermano redactaba en inglés y yo en aquel entonces acababa de pronunciar correctamente el griego.
Mi mirada pronto se redirigía hacía la copa teñida y vacía, porque me daba fuerte ese olor a vino ya bebido. Ese olor que se asemeja a nuestro aliento tras una noche envinada, tras una cata larga que termina uno resbalándose entre términos descriptivos del color, del aroma y del gusto, que te deja la lengua áspera de tanto probar y pensar, la nariz propensa a identificar únicamente alcoholes.
Con una mano cogía la copa y la acercaba a mi nariz que hablaba menos inglés que yo. Con la otra mano acariciaba suavemente el pelo de mi hermano, asociando ese olor a vino de anoche con esos colores lineales y nítidos de una pantalla de ordenador y con la textura tan suave, tan sedosa, del cabello moreno de mi hermano.
El, después de unos instantes, se empezaba a remover, levantaba su cabeza, me miraba y con una sonrisa tímida frotaba sus ojos. Yo dejaba la copa encima de la mesa y el apagaba el ordenador con gestos sutiles a la vez que se estaba desperezando.
- ¿Qué hora es, Georgia?
Años -muchos años- después, son las doce y media de la noche y me encuentro sentada delante de una pantalla de ordenador con único acompañante y cómplice de memoria, recuerdos y nomenclaturas una copa de vino blanco, ya que todavía hace tanto calor que no me atrevo a teñirme la copa tinta. Tengo aquí un Mac de esos que es menos trasto que el Macintosh de los años noventa pero hace cálculos igual.
No huele a nada, ni sabe a nada y por ahora tampoco le he pegado un mordisco pero tengo tan presente ese olor a vino ya bebido.
Mi hermano sigue en Boston y vive allí siguiendo la tecnología, mientras la tecnología pretende a veces alejarnos y otras traernos más cerca. Me doy cuenta de que el olor es el recuerdo más intenso. Y donde olor digo vino, y donde recuerdo digo todo.
A menudo mantenemos tertulias y charlas telefónicas o nos mandamos un whatsapp con fotografías, compartiendo así momentos desde la lejanía.
Esta noche le he enviado la imagen que encabeza este cuento.
- Ya es de día, ¿me llevas a dar un paseo?
- Apaga ya el ordenador y tómate ese vino.
Mi hermano sigue en Boston y vive allí siguiendo la tecnología, mientras la tecnología pretende a veces alejarnos y otras traernos más cerca. Me doy cuenta de que el olor es el recuerdo más intenso. Y donde olor digo vino, y donde recuerdo digo todo.
A menudo mantenemos tertulias y charlas telefónicas o nos mandamos un whatsapp con fotografías, compartiendo así momentos desde la lejanía.
Esta noche le he enviado la imagen que encabeza este cuento.
- Ya es de día, ¿me llevas a dar un paseo?
- Apaga ya el ordenador y tómate ese vino.
2 comentarios:
Para que el olor de una copa de vino ya bebido no sea agrio debe tratarse de un vino excepcional.
Ese recuerdo tuyo también tiene que serlo.
Gracias.
AB
Gracias a ti, querido.
Un beso y un abrazo más.
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