Donde hubo ira hoy hay olivos y donde hubo amor, hay olvido.
Antes de irme vuelvo para contarte un cuento al que no le faltan los aromas, el amor y demás motivos gustativos. El vino sí, también está presente de una manera tan discreta como necesaria. Hablemos hoy de otro fruto y de otro mar, mar de olivos que rodea una tierra que acoge parte de mi familia, parte de mi gente que vive allí exprimiendo la vida, los momentos.
Decido volver puntualmente, guiada por el olor a aceituna, a orujo de oliva machacada y prensada.
Viajo en tren, pegada a una ventanilla que me permite apoyar parte de mi cara en el cristal, mirar y luego ver un paisaje que va cambiando conforme dejo atrás el norte y penetro el sur. El cielo gris pesado del verano de una ciudad se convierte en azul clarito y la tierra afamada por sus madroños que nunca vi ahora es la Mancha de las vides; tanto tempranillo cuyas cepas ya cargadas forman líneas discontinuas, filas hechas de parras que hacen que mi ventana parezca un mantel de rayas verdes, de los que adornan las mesas y comidas del verano.
Los madroños que no son, que luego son las vides. El trayecto que cruza las llanuras sigue así, monótono y apasionante, hasta que las vides se convierten en olivos, y es que llego al sur donde el sol flirtea con mi ilusión de quedarme allí. Y como los niños de los cuentos recogen guijarros blancos para dejarse un rastro que les indique el camino de regreso, yo misma pierdo la orientación y con la misma ilusión enseguida me sitúo. Mis guijarros son las vides que he dejado atrás y a la vuelta deseo encontrarlas ya vendimiadas.
Amargo que empalaga, ácido y agrio que roza el picante, verde húmedo que indaga las causas de una belleza que se convierte en olor, concentración de aromas que casi se pueden masticar. Huelo y mi saliva se espesa, así huele Martos, así sabe el aire que se aspira al entrar en la provincia de Jaén. Defino el olor como una señal de carretera que sugiere la velocidad y marca la distancia en todo caso recorrida. El olor como imagen que marca el territorio como un cartel de bienvenida a una ciudad. Huelo y mi mente arranca sin miedo a pensar en el después. Mi capacidad mental se hace más veloz, las palabras se quedan mudas y la memoria, tan ágil, sabe el cómo y el porqué volver, se establecen los límites emocionales, para luego sobrepasarlos con la conciencia tranquila. Martos huele a oliva.
Mercadillo de sentimientos, de aceitunas y de sabor dulce, graso que se extienden a los pies de la Peña, la avenida de los Aceituneros atraviesa ese pueblo cuyas calles se denominan por ese propio olor. Dentro de una sencillez que abruma, hago noche en Martos y desde el balcón admiro momento tras momento las casas blancas que al anochecer cambian de forma y de color, el sol cansado de tanto achicharrar les concede una luz más que andaluza, mágica.
La olivarera de la Virgen de la Villa duerme por la noche bajo la misma bendición; culto a la tierra, la de sus olivos centenarios y anclados, de picual marteña. Y en ese paraje de paz y de árboles benditos cada imagen me desvela un secreto más, según sople el viento voy catando el olor de la oliva y matizo más; por la mañana a verde ácido, a sudor de la tierra recién regada y por la noche a higuera y a hoja verde.
Y me cuentan cuentos sabrosos y el porqué los marteños son asín, me hablaron de la convivencia entre payos y gitanos y el cómo aquello terminó, de la gente que somos como árboles y hasta que no nos quemen las raíces no caemos.
De la cultura no gastronómica sino la de comer, de alimentarse. Así que los callejones de Martos acogen locales que pueden presumir del mejor salmorejo, ese que deja un regusto afrutado, se mastica igual que el aire denso que se respira en la provincia de Jaén, deja atrás una amargura dulce, almendrada. Los caracoles en su caldillo; cáscara de naranja, hierbabuena y guindilla. Los flamenquines fritos en abundante aceite, de oliva. Las patatas a lo pobre, jugosas y obedientes a cada paladar, a los pies de la Peña.
No recuerdo haber cogido ningún tren de vuelta, no recuerdo haber añorado el cielo gris en un día soleado y los madroños que no son. Tengo la imagen de vides en filas clavada, un constante aroma a aceituna verde que luego madura empalaga mi memoria, pone en cuestión la agilidad de mi capacidad mental.
“Nene, trae los fardos del ‘lanrover’”
Porque, claro, los nenes en Martos no juegan con guijarros blancos, sino con unos más pequeños, verdes y jugosos que no se desperdician para marcar el camino de regreso porque ya están allí, anclados, como los olivos.
Decido volver puntualmente, guiada por el olor a aceituna, a orujo de oliva machacada y prensada.
Viajo en tren, pegada a una ventanilla que me permite apoyar parte de mi cara en el cristal, mirar y luego ver un paisaje que va cambiando conforme dejo atrás el norte y penetro el sur. El cielo gris pesado del verano de una ciudad se convierte en azul clarito y la tierra afamada por sus madroños que nunca vi ahora es la Mancha de las vides; tanto tempranillo cuyas cepas ya cargadas forman líneas discontinuas, filas hechas de parras que hacen que mi ventana parezca un mantel de rayas verdes, de los que adornan las mesas y comidas del verano.
Los madroños que no son, que luego son las vides. El trayecto que cruza las llanuras sigue así, monótono y apasionante, hasta que las vides se convierten en olivos, y es que llego al sur donde el sol flirtea con mi ilusión de quedarme allí. Y como los niños de los cuentos recogen guijarros blancos para dejarse un rastro que les indique el camino de regreso, yo misma pierdo la orientación y con la misma ilusión enseguida me sitúo. Mis guijarros son las vides que he dejado atrás y a la vuelta deseo encontrarlas ya vendimiadas.
Amargo que empalaga, ácido y agrio que roza el picante, verde húmedo que indaga las causas de una belleza que se convierte en olor, concentración de aromas que casi se pueden masticar. Huelo y mi saliva se espesa, así huele Martos, así sabe el aire que se aspira al entrar en la provincia de Jaén. Defino el olor como una señal de carretera que sugiere la velocidad y marca la distancia en todo caso recorrida. El olor como imagen que marca el territorio como un cartel de bienvenida a una ciudad. Huelo y mi mente arranca sin miedo a pensar en el después. Mi capacidad mental se hace más veloz, las palabras se quedan mudas y la memoria, tan ágil, sabe el cómo y el porqué volver, se establecen los límites emocionales, para luego sobrepasarlos con la conciencia tranquila. Martos huele a oliva.
Mercadillo de sentimientos, de aceitunas y de sabor dulce, graso que se extienden a los pies de la Peña, la avenida de los Aceituneros atraviesa ese pueblo cuyas calles se denominan por ese propio olor. Dentro de una sencillez que abruma, hago noche en Martos y desde el balcón admiro momento tras momento las casas blancas que al anochecer cambian de forma y de color, el sol cansado de tanto achicharrar les concede una luz más que andaluza, mágica.
La olivarera de la Virgen de la Villa duerme por la noche bajo la misma bendición; culto a la tierra, la de sus olivos centenarios y anclados, de picual marteña. Y en ese paraje de paz y de árboles benditos cada imagen me desvela un secreto más, según sople el viento voy catando el olor de la oliva y matizo más; por la mañana a verde ácido, a sudor de la tierra recién regada y por la noche a higuera y a hoja verde.
Y me cuentan cuentos sabrosos y el porqué los marteños son asín, me hablaron de la convivencia entre payos y gitanos y el cómo aquello terminó, de la gente que somos como árboles y hasta que no nos quemen las raíces no caemos.
De la cultura no gastronómica sino la de comer, de alimentarse. Así que los callejones de Martos acogen locales que pueden presumir del mejor salmorejo, ese que deja un regusto afrutado, se mastica igual que el aire denso que se respira en la provincia de Jaén, deja atrás una amargura dulce, almendrada. Los caracoles en su caldillo; cáscara de naranja, hierbabuena y guindilla. Los flamenquines fritos en abundante aceite, de oliva. Las patatas a lo pobre, jugosas y obedientes a cada paladar, a los pies de la Peña.
No recuerdo haber cogido ningún tren de vuelta, no recuerdo haber añorado el cielo gris en un día soleado y los madroños que no son. Tengo la imagen de vides en filas clavada, un constante aroma a aceituna verde que luego madura empalaga mi memoria, pone en cuestión la agilidad de mi capacidad mental.
“Nene, trae los fardos del ‘lanrover’”
Porque, claro, los nenes en Martos no juegan con guijarros blancos, sino con unos más pequeños, verdes y jugosos que no se desperdician para marcar el camino de regreso porque ya están allí, anclados, como los olivos.
Fardo: Lienzo. Pedazo de tela de aspillera de grandes dimensiones que sirve para la recogida de la aceituna.
Fuente: http://www.martosaldia.es/servicios/diccionario-marteno/