Hoy venía a casa a comer Piero. Piero formaba parte del grupo exquisito de amistades de mi abuelo paterno, cuando todavía vivían en la isla en la época de la post guerra italogriega, durante los años 1940-41, seis años antes de la incorporación y entregamiento de las doce islas del Dodecaneso a Grecia.
Piero, italiano nativo de la Morra de Piamonte, terminada la guerra, decidió quedarse en la isla por el amor de una mujer llamada Anika, con la que nunca se casó ya que sus padres ortodoxos consideraban gran blasfemia y maldición que aquel amor terminase sellándose con bendiciones nupciales. Italiano y católico, Piero nunca abandonó a Anika y vivió en la isla como xenos, siendo ajeno a la tolerancia social y política de aquellos tiempos. Anika murió el 1948 durante el parto de su primera hija, la que iban a llamar Semeli, nombre ni ortodoxo ni católico, ni siquiera cristiano, sino perteneciente a la mitología griega.
Y como cada mitología ampara leyendas paganas, religiones intrusas, dioses y relaciones que la sociedad con indignación rechaza, tanto mi abuelo como los demás laicos y veteranos de su círculo de aquellos años políticamente perturbados y nublados, acogieron a Piero que se sentía como patriota entre compatriotas.
Cada vez menos apátrida, encontraba su lugar entre las tertulias que se celebraban en territorio griego, bajo el sol del mediterráneo que se encargaba de los amaneceres que se dejaban ver por el mar Egeo.
Piero, unos años tras la muerte de Anika, se fue a vivir a Atenas. Estuvo trabajando durante años de camarero en varias tabernas del barrio de Plaka y finalmente se jubiló siendo el maître más longevo del restaurante del prestigioso hotel ateniense, Grand Bretagne.
El día que mi abuelo murió Piero volvió a la isla, pero no pasó ni un día por mi casa. Sin embargo, todas las tardes de su breve estancia en la isla le veían en la cafetería que está pegada al muelle interior del puerto de Pothia.
Allí se solía encontrar con mi abuelo y demás compañeros para conversar de política, de pesca y del nuevo socialismo, mojando sus palabras fuera de tono con vino tinto, de ese itálico que ningún griego de la isla quería beber y, menos, pagar 2 liretas por tomarlo; “greco e italiano una facha, una racha”.
Cierto era que los vinos italianos que se importaban a Grecia hasta los años ’70 se consideraban aparte de foráneos, provenientes de mostos desconocidos, excesivamente dulzones y un tanto agresivos, muy tánicos, con olor a uva poco apetecible. Y esa amistad que no hacia caso a un pasado polémico crecía cada vez más, copa tras copa, tertulia tras tertulia.
Piero y mi abuelo terminaban la noche andando hacia sus casas cantando una cantada italiana, homenaje a la guerra, los amores y al vino mal de su juventud común.
Los años transcurrían y mientras Piero servía platos de la nouvelle cuisine grecque a los personajes más ilustres de la ciudad de Atenas de la década de los ´70 y ´80, la modernidad fue tocando los lagares piamonteses; los vinos de Nebbiolo que se producían en las limítrofes tierras de Barolo y Barbaresco obtenían más elegancia y las opiniones dispares se dividían entre las dos escuelas de progresistas y tradicionalistas.
Complicada como la Nebbiolo fue la vida de Piero, etimológicamente emparentada con el término italiano nebbia (niebla), la que se cosecha tardíamente, envuelta en las nieblas otoñales.
Soldado por necesidad, inmigrante por amor, maître por vocación y griego por empatía Piero hoy venía a vernos; comer y pasar la tarde con nosotros.
Mayor, muy mayor de edad, Piero entra en mi casa puntual y a la hora de comer, con pasos lentos pero sin arrastrar los pies ni sus zapatos mocasines, color burdeos. Aparece ahí, delante de nosotros y el pasillo, desde el vestíbulo hasta el comedor, se convierte en un recorrido en tecnicolor, filmación y repaso de todas las fotografías suyas que había visto hasta hoy, de todo lo oído, lo hablado y lo imaginado sobre Piero.
Nos dirigimos hacia la mesa, le sigo los andares pausados curioseando su figura; Me lo imagino ignorando la Italia fascista, dejando su posición de guerrillero, descorchando botellas de caldos finos franceses delante de su majestad el Rey Pablo I, hermano y sucesor de Jorge II. Buscando asilo entre las pletóricas cenas que se celebraban en el comedor del Grand Bretagne, compensando la pérdida de una hija que nunca nació con propinas generosas, consolando entre vinos y crèmes brûlées su amor por Anika.
Antes de sentarnos y con un gesto tan elegante quita de su solapa la gardenia blanca que adorna su pecho y, extendiendo su mano, se la entrega a mi madre. Después quita su sombrero de terciopelo carmesí, me mira y sus ojos grises observan mi cara sonriendo y, como si buscase algo, se inclina hacia mí, para colocar su sombrero en mi cabeza. Me queda grande, levanto ligeramente su ala ancha y plana, le miro y me dice con acento ni italiano ni griego, sino con la entonación de un anciano que durante su vida amó, luchó y bebió mucho.
¨ Tienes los labios de tu abuelo, y su cervello también ¨
Trae una gardenia, un sombrero y una botella de vino de Barolo, la deja con la misma elegancia encima de la mesa.
Vida rodeada de neblina la de Piero y ahora que estoy sentada a su lado intento husmear su presencia, todo lo que se pueda rastrear, cualquier matiz, con ese perfume de fondo de gardenia despistándome. Aroma fresco y dulce de flor blanca que añubla cualquier suposición, todo lo que sus ojos vieron.
Servimos el Barolo mientras estoy observando lo bien envejecido que está Piero, a pesar de su edad. Buena será esa vejez, buenos serán esos años que no simplemente pasan sino se viven con bondad. Y entonces Piero se levanta. Estira su cuerpo encogido y brinda con nosotros, vocalizando con voz floja y sin acento italiano
-Por la isla
-Por la libertad
-Por los amaneceres
-Por Anika
-Por su Majestad, el vino
-Por esos escalopines que sugería a los clientes extranjeros que llegaban hasta Atenas y no se atrevían de saborear otra cosa que no fuera carne sangrienta.
Años sangrientos los que Piero vivió con tanta bondad y esas palabras salen de su boca con tanto gusto, balance y armonía que me quedo maravillada, con el sombrero puesto.
Empezamos a comer. Con menos fuerzas empieza a murmurar palabras que acompañan cada trago suyo lento, pausado, casi exhausto.
¨Menos agresiva ya la Nebbiolo de mi Italia. La juventud que disfruta vinos de cepas que crecen en territorios regados con sangre. El tiempo que pasa y vino que se tiene que beber en un futuro largo; la juventud que disfruta del futuro. La elegancia del saber hacerse mayor, vinos delicados, delicados tiempos.¨
El color rojo rubí, característico de ese Barolo que de repente habla por Piero, mientras Piero habla de él. Vuelvo a levantar el ala del sombrero que cubre mis ojos y tapa por la mitad mi vista.
Piero se calla, come y nos mira. Silencio, y sus palabras suenan repetidamente en mis oídos, como un eco constante de aire que sopla y resopla moviendo ligeramente el visillo de la ventana del comedor que da a la calle.
Tonos rojizos, anaranjados, fajas flojas de color ladrillo ahora que veo mejor, ahora que el sombrero no me impide ver mi copa y a Piero.
Si mi abuelo estuviera ahora aquí no me permitiría estar sentada en la mesa con el sombrero puesto. […] Señorita, en la mesa se come y nunca se flirtea. En la mesa sólo se habla para rezar. Hable señorita para pedir el pan, para rellenar la copa y dar las gracias a Dios y quítese usted el sombrero, señorita […]
De acuerdo a los principios tradicionales tengo a Piero a mi lado flirteando todavía con la vida misma. Llevo su sombrero puesto, bebo vino, mojo el pan y doy las gracias por estar aquí, enterándome de la vida larga y de la vejez bondosa. Y me callo.
¨Mientras yo me enamoraba de Anika, mis paisanos del territorio piamontés estaban dedicados a la guerra y a la viticultura sucia. Pocos de ellos tenían la autorización para producir vino. Se utilizaban barricas grandes de roble xeno, esloveno y el vino no llegaba a su fin. Se retiraba dulce, crudo. La nebbiolo sufría una amnesia esencial y todos los que terminábamos la noche tomando un Barolo por la paz y por la libertad, rezábamos porque la guerra terminase ya, porque los vinos puliesen ese debate social, porque el vino fuera bálsamo y no veneno. ¨
Viñedos rodeados de neblina, como las palabras de Piero, como la vida de Piero. Saboreamos en familia ese bálsamo envejecido ya en barricas de roble francés más noble; bálsamo envejecido la presencia de este veterano maître, apátrida guerrero y querido. Y si el uso de la madera es un factor más, de qué madera uno está hecho si toda su vida dedicó al servicio de la patria, sirviendo vinos y platos exquisitos.
Aromas florales, rosa, pimienta blanca, trufas y té; sorprendente elegancia la que sigue las palabras de Piero y del Barolo. Sensible uva que reconoció por fin su lugar, uva que madura tarde y se bebe última. Colinas que dan hacia el sur, nos cuenta Piero de su vida. Vino que al final llega a su fin, vino que refleja toda una época de guerra y de amor tardío.
La parte volátil de las palabras de Piero se va atenuando, mientras se queda atrás una ración sólida de historia, de sabor y de verdades. Palabras que equivalen a mil historias, palabras de Nebbiolo. Palabras de Piero que deja atrás una gardenia, un sombrero y una botella de Barolo.
Y como cada mitología ampara leyendas paganas, religiones intrusas, dioses y relaciones que la sociedad con indignación rechaza, tanto mi abuelo como los demás laicos y veteranos de su círculo de aquellos años políticamente perturbados y nublados, acogieron a Piero que se sentía como patriota entre compatriotas.
Cada vez menos apátrida, encontraba su lugar entre las tertulias que se celebraban en territorio griego, bajo el sol del mediterráneo que se encargaba de los amaneceres que se dejaban ver por el mar Egeo.
Piero, unos años tras la muerte de Anika, se fue a vivir a Atenas. Estuvo trabajando durante años de camarero en varias tabernas del barrio de Plaka y finalmente se jubiló siendo el maître más longevo del restaurante del prestigioso hotel ateniense, Grand Bretagne.
El día que mi abuelo murió Piero volvió a la isla, pero no pasó ni un día por mi casa. Sin embargo, todas las tardes de su breve estancia en la isla le veían en la cafetería que está pegada al muelle interior del puerto de Pothia.
Allí se solía encontrar con mi abuelo y demás compañeros para conversar de política, de pesca y del nuevo socialismo, mojando sus palabras fuera de tono con vino tinto, de ese itálico que ningún griego de la isla quería beber y, menos, pagar 2 liretas por tomarlo; “greco e italiano una facha, una racha”.
Cierto era que los vinos italianos que se importaban a Grecia hasta los años ’70 se consideraban aparte de foráneos, provenientes de mostos desconocidos, excesivamente dulzones y un tanto agresivos, muy tánicos, con olor a uva poco apetecible. Y esa amistad que no hacia caso a un pasado polémico crecía cada vez más, copa tras copa, tertulia tras tertulia.
Piero y mi abuelo terminaban la noche andando hacia sus casas cantando una cantada italiana, homenaje a la guerra, los amores y al vino mal de su juventud común.
Los años transcurrían y mientras Piero servía platos de la nouvelle cuisine grecque a los personajes más ilustres de la ciudad de Atenas de la década de los ´70 y ´80, la modernidad fue tocando los lagares piamonteses; los vinos de Nebbiolo que se producían en las limítrofes tierras de Barolo y Barbaresco obtenían más elegancia y las opiniones dispares se dividían entre las dos escuelas de progresistas y tradicionalistas.
Complicada como la Nebbiolo fue la vida de Piero, etimológicamente emparentada con el término italiano nebbia (niebla), la que se cosecha tardíamente, envuelta en las nieblas otoñales.
Soldado por necesidad, inmigrante por amor, maître por vocación y griego por empatía Piero hoy venía a vernos; comer y pasar la tarde con nosotros.
Mayor, muy mayor de edad, Piero entra en mi casa puntual y a la hora de comer, con pasos lentos pero sin arrastrar los pies ni sus zapatos mocasines, color burdeos. Aparece ahí, delante de nosotros y el pasillo, desde el vestíbulo hasta el comedor, se convierte en un recorrido en tecnicolor, filmación y repaso de todas las fotografías suyas que había visto hasta hoy, de todo lo oído, lo hablado y lo imaginado sobre Piero.
Nos dirigimos hacia la mesa, le sigo los andares pausados curioseando su figura; Me lo imagino ignorando la Italia fascista, dejando su posición de guerrillero, descorchando botellas de caldos finos franceses delante de su majestad el Rey Pablo I, hermano y sucesor de Jorge II. Buscando asilo entre las pletóricas cenas que se celebraban en el comedor del Grand Bretagne, compensando la pérdida de una hija que nunca nació con propinas generosas, consolando entre vinos y crèmes brûlées su amor por Anika.
Antes de sentarnos y con un gesto tan elegante quita de su solapa la gardenia blanca que adorna su pecho y, extendiendo su mano, se la entrega a mi madre. Después quita su sombrero de terciopelo carmesí, me mira y sus ojos grises observan mi cara sonriendo y, como si buscase algo, se inclina hacia mí, para colocar su sombrero en mi cabeza. Me queda grande, levanto ligeramente su ala ancha y plana, le miro y me dice con acento ni italiano ni griego, sino con la entonación de un anciano que durante su vida amó, luchó y bebió mucho.
¨ Tienes los labios de tu abuelo, y su cervello también ¨
Trae una gardenia, un sombrero y una botella de vino de Barolo, la deja con la misma elegancia encima de la mesa.
Servimos el Barolo mientras estoy observando lo bien envejecido que está Piero, a pesar de su edad. Buena será esa vejez, buenos serán esos años que no simplemente pasan sino se viven con bondad. Y entonces Piero se levanta. Estira su cuerpo encogido y brinda con nosotros, vocalizando con voz floja y sin acento italiano
-Por la isla
-Por la libertad
-Por los amaneceres
-Por Anika
-Por su Majestad, el vino
-Por esos escalopines que sugería a los clientes extranjeros que llegaban hasta Atenas y no se atrevían de saborear otra cosa que no fuera carne sangrienta.
Años sangrientos los que Piero vivió con tanta bondad y esas palabras salen de su boca con tanto gusto, balance y armonía que me quedo maravillada, con el sombrero puesto.
Empezamos a comer. Con menos fuerzas empieza a murmurar palabras que acompañan cada trago suyo lento, pausado, casi exhausto.
¨Menos agresiva ya la Nebbiolo de mi Italia. La juventud que disfruta vinos de cepas que crecen en territorios regados con sangre. El tiempo que pasa y vino que se tiene que beber en un futuro largo; la juventud que disfruta del futuro. La elegancia del saber hacerse mayor, vinos delicados, delicados tiempos.¨
El color rojo rubí, característico de ese Barolo que de repente habla por Piero, mientras Piero habla de él. Vuelvo a levantar el ala del sombrero que cubre mis ojos y tapa por la mitad mi vista.
Piero se calla, come y nos mira. Silencio, y sus palabras suenan repetidamente en mis oídos, como un eco constante de aire que sopla y resopla moviendo ligeramente el visillo de la ventana del comedor que da a la calle.
Tonos rojizos, anaranjados, fajas flojas de color ladrillo ahora que veo mejor, ahora que el sombrero no me impide ver mi copa y a Piero.
Si mi abuelo estuviera ahora aquí no me permitiría estar sentada en la mesa con el sombrero puesto. […] Señorita, en la mesa se come y nunca se flirtea. En la mesa sólo se habla para rezar. Hable señorita para pedir el pan, para rellenar la copa y dar las gracias a Dios y quítese usted el sombrero, señorita […]
De acuerdo a los principios tradicionales tengo a Piero a mi lado flirteando todavía con la vida misma. Llevo su sombrero puesto, bebo vino, mojo el pan y doy las gracias por estar aquí, enterándome de la vida larga y de la vejez bondosa. Y me callo.
¨Mientras yo me enamoraba de Anika, mis paisanos del territorio piamontés estaban dedicados a la guerra y a la viticultura sucia. Pocos de ellos tenían la autorización para producir vino. Se utilizaban barricas grandes de roble xeno, esloveno y el vino no llegaba a su fin. Se retiraba dulce, crudo. La nebbiolo sufría una amnesia esencial y todos los que terminábamos la noche tomando un Barolo por la paz y por la libertad, rezábamos porque la guerra terminase ya, porque los vinos puliesen ese debate social, porque el vino fuera bálsamo y no veneno. ¨
Viñedos rodeados de neblina, como las palabras de Piero, como la vida de Piero. Saboreamos en familia ese bálsamo envejecido ya en barricas de roble francés más noble; bálsamo envejecido la presencia de este veterano maître, apátrida guerrero y querido. Y si el uso de la madera es un factor más, de qué madera uno está hecho si toda su vida dedicó al servicio de la patria, sirviendo vinos y platos exquisitos.
Aromas florales, rosa, pimienta blanca, trufas y té; sorprendente elegancia la que sigue las palabras de Piero y del Barolo. Sensible uva que reconoció por fin su lugar, uva que madura tarde y se bebe última. Colinas que dan hacia el sur, nos cuenta Piero de su vida. Vino que al final llega a su fin, vino que refleja toda una época de guerra y de amor tardío.
La parte volátil de las palabras de Piero se va atenuando, mientras se queda atrás una ración sólida de historia, de sabor y de verdades. Palabras que equivalen a mil historias, palabras de Nebbiolo. Palabras de Piero que deja atrás una gardenia, un sombrero y una botella de Barolo.
Segundo por la izquierda, en traje blanco y pelo moreno, Piero, el año 1945, pasando su brazo por el hombro de Anika
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