Esta noche de San Juan me permito estar lejos de la costa pero muy cerca de esa magia que como humo se desprende, cuando el deseo ya está escrito pero no acabará en una hoguera quemándose, cumpliéndose tampoco.
Fiel a la tradición, las costumbres que acompañan cada alma que se deja sentir e influenciar por la marea, hoy tan sólo quiero hablar de mujeres que lavan su cara con agua del mar para estar más hermosas el año venidero.
El litoral se embellece y, en un contexto de paganismo y embriaguez, deseos de alta expresión acompañarán la noche más corta de todo el año.
Y esta noche yo no me lavaré la cara en una orilla agachada, tampoco me mojaré los pies en el agua del mar, pero sí los labios con vino. Y será un rito que ejercerá en mí la misma quizás función, la utilidad de una noche alegórica sin símbolos, y bajo una luna enloquecida que lleva las olas tan lejos de mí, engañando a la marea.
Mi deseo no es una frase integra, tampoco es un propósito común. Son palabras sueltas que me gusta oír, vocalizar, sentir, leer, estrujar y después prensar; hacer esas palabras fermentar, asentarse dentro de mí y con ellas llenar mi copa de vino, que está siempre medio vacía.
En la costa de la que vengo yo en la víspera de San Juan se hacen moragas y se toma vino cosechero, el de la añada, el vino que acaba de nacer, el vino que promete hacerse rico y mayor. El vino que, al tomarlo, te mete en un eterno compromiso. En la noche de San Juan el vino joven se toma para alegrar y después apagar con él las leñas que siguen ahí, discretas y fieles a los deseos que en sus llamas acogieron.
De madrugada ya, día 24 de San Juan y tras recoger los restos de la verbena, las leñas se deben apagar, vertiendo encima de ellas vino joven. Luego, el agua del mar, en un movimiento periódico y alternativo, pasará por cada orilla a arrasar cada impureza que se haya dejado atrás, restos de la hoguera y de la embriaguez, restos de los deseos y palabras que hemos susurrado.
Lejos de cualquier costumbrismo o nostalgia que esta noche puede suponer, la vinculación de esos ritos ligados al vino, al fuego y al mar con el deseo propio de cada persona que cree sin dudar y duda porque cree, resulta mágica aunque poco engañosa.
Desear no es ninguna debilidad. Saber amar, beber, hablar del vino; son palabras que si se juntan no formarán una frase íntegra pero sí las que murmullo cada noche, víspera de San Juan.
Me haré sentir -es una promesa y deseo- cada vez que me moje los labios con vino joven, con vino que promete hacerse rico y mayor. Vino que te comprometerá, tanto a ti como a la marea que siempre a la orilla volverá, para embellecer las palabras que me gustan y traerme los vinos que deseo.
El litoral se embellece y, en un contexto de paganismo y embriaguez, deseos de alta expresión acompañarán la noche más corta de todo el año.
Y esta noche yo no me lavaré la cara en una orilla agachada, tampoco me mojaré los pies en el agua del mar, pero sí los labios con vino. Y será un rito que ejercerá en mí la misma quizás función, la utilidad de una noche alegórica sin símbolos, y bajo una luna enloquecida que lleva las olas tan lejos de mí, engañando a la marea.
Mi deseo no es una frase integra, tampoco es un propósito común. Son palabras sueltas que me gusta oír, vocalizar, sentir, leer, estrujar y después prensar; hacer esas palabras fermentar, asentarse dentro de mí y con ellas llenar mi copa de vino, que está siempre medio vacía.
En la costa de la que vengo yo en la víspera de San Juan se hacen moragas y se toma vino cosechero, el de la añada, el vino que acaba de nacer, el vino que promete hacerse rico y mayor. El vino que, al tomarlo, te mete en un eterno compromiso. En la noche de San Juan el vino joven se toma para alegrar y después apagar con él las leñas que siguen ahí, discretas y fieles a los deseos que en sus llamas acogieron.
De madrugada ya, día 24 de San Juan y tras recoger los restos de la verbena, las leñas se deben apagar, vertiendo encima de ellas vino joven. Luego, el agua del mar, en un movimiento periódico y alternativo, pasará por cada orilla a arrasar cada impureza que se haya dejado atrás, restos de la hoguera y de la embriaguez, restos de los deseos y palabras que hemos susurrado.
Lejos de cualquier costumbrismo o nostalgia que esta noche puede suponer, la vinculación de esos ritos ligados al vino, al fuego y al mar con el deseo propio de cada persona que cree sin dudar y duda porque cree, resulta mágica aunque poco engañosa.
Desear no es ninguna debilidad. Saber amar, beber, hablar del vino; son palabras que si se juntan no formarán una frase íntegra pero sí las que murmullo cada noche, víspera de San Juan.
Me haré sentir -es una promesa y deseo- cada vez que me moje los labios con vino joven, con vino que promete hacerse rico y mayor. Vino que te comprometerá, tanto a ti como a la marea que siempre a la orilla volverá, para embellecer las palabras que me gustan y traerme los vinos que deseo.