Sin motivo aparente, me pongo a repasar lo que vi
y sentí, sentada en una décima tercera fila.
Pasé de todo, menos hambre.
y sentí, sentada en una décima tercera fila.
Pasé de todo, menos hambre.
En una ciudad idílica y lejos del mar el espíritu mediterráneo pasea por las orillas del amor buscando éxito profesional, reconocimiento y un hueco dentro del clan gastronómico de la Europa central. Hace frío pero, aún así las noches se riegan con cerveza, entre la lucha diaria de cocinar para sobrevivir y las tertulias que rozan el nivel de un estudiante de erasmus.
Una langosta con habas se espolvorea con almendra cruda y se declara exquisita. Unos pobres espaguetis se emplatan y se decoran con copos de caramelo de menta, previamente fundido en el microondas. Mucho se cuece pero apenas huele, una cata a ciegas que resulta obvia y con tanta falta de sentidos presentada.
Un par de botellas de Ribera del Duero excelentes decoran el plató, por un momento me incorporo para fijarme más, pero el plano se aleja y se ve sólo el sello del consejo regulador y a dos protagonistas que se podrían querer pero no, porque la sensata pero fría sumiller descubre de nuevo su libertad y su manera de no sentir al mundo.
Un restaurante de haute cuisine que acoge conversaciones ácidas sobre los Riesling y los vinos californianos. Un lugar que ofrece, aparte de sabor, intriga sentimental y muchas posibilidades a todo nouveau chef que quiere ascender callándose el secreto de sus encantos.
De postre, el espíritu mediterráneo vuelve a su mar y se decanta por montar, como todos haríamos, su propio local en una playa donde encuentra asilo lejos de cada mala sumiller que le puede hacer enamorarse.
La sumiller vuelve a su patria también y publica la esencia de su recorrido por ese mundo tan cruel, cuentos y garabatos que solía dibujar en su tiempo libre sobre servilletas.
Comiendo palomitas me resguardo del frío y del amor, de los caramelos de menta y de los Riesling.
Una langosta con habas se espolvorea con almendra cruda y se declara exquisita. Unos pobres espaguetis se emplatan y se decoran con copos de caramelo de menta, previamente fundido en el microondas. Mucho se cuece pero apenas huele, una cata a ciegas que resulta obvia y con tanta falta de sentidos presentada.
Un par de botellas de Ribera del Duero excelentes decoran el plató, por un momento me incorporo para fijarme más, pero el plano se aleja y se ve sólo el sello del consejo regulador y a dos protagonistas que se podrían querer pero no, porque la sensata pero fría sumiller descubre de nuevo su libertad y su manera de no sentir al mundo.
Un restaurante de haute cuisine que acoge conversaciones ácidas sobre los Riesling y los vinos californianos. Un lugar que ofrece, aparte de sabor, intriga sentimental y muchas posibilidades a todo nouveau chef que quiere ascender callándose el secreto de sus encantos.
De postre, el espíritu mediterráneo vuelve a su mar y se decanta por montar, como todos haríamos, su propio local en una playa donde encuentra asilo lejos de cada mala sumiller que le puede hacer enamorarse.
La sumiller vuelve a su patria también y publica la esencia de su recorrido por ese mundo tan cruel, cuentos y garabatos que solía dibujar en su tiempo libre sobre servilletas.
Comiendo palomitas me resguardo del frío y del amor, de los caramelos de menta y de los Riesling.
Bon Appétit