Paredes redondeadas, delgadas, finas, de cristal. Paredes transparentes, incoloras, sonoras y harmoniosas. Capricho o herramienta, menaje, banalidad o directamente un fetiche. La copa, esa vasija cuenca, es la parada natural y puntual del vino, entre la botella y nuestra boca.
Apalanco mis sentidos y alguna que otra preocupación, me siento tan pancha en un sofá y me pido una copa de vino esencialmente blanco, fresco, aromático y grato. Me encuentro achicharrada, para serte más sincera, de los deberes, de ti y del tiempo caluroso que achucha mi respiración.
Estiro mis piernas, me alargo para soltar esa inconfundible tensión cuando la boca se me hace agua y ahí viene mi blanco, deseado y esencial. Copa y no copita, junto con un piscolabis compañero y compinche de mi amena parada, tras un día repleto de quejas y quejicas.
Mi expresión me delata y mi sorpresa se muestra evidente ante mi copa de vino. Color apetecible, uniforme y liso del encuentro de las tres: Verdejo, Viura (call me Macabeu) y Sauvignon, también la blanca.
Mi copa se me presenta coja, diría renga, su pie se quedó por el camino atrapado en las alcantarillas de la presentación chic y cultureta.
¡Va, te corto la pierna y te nombro copa de vino!, sacrificio en el altar del minimalismo industrial, un artilugio más destinado a la presentación de la cocina culta y de autor, nuestra y occidental y sí, tan rica de conceptos y referencias sabrosas.
La doña selecta no es que hoy se muestre crítica, ni mucho menos podría decir que esa fuera una mínima parte de mi buena intención.
Recurro a las reglas de Epicuro, de la buena mesa, reglas que sujetan los apetitos necesarios y naturales y no me alejo más, para poder defender así el cojeo voluntario de mi copa de vino blanco.
Muy brillante y translucido él, con reflejos pajizos y dentro de esa palidez cuán cuerpo muestra dentro de las curvas de mi copa manquita. Pues a falta de un pie que sujete dichas curvas, agarro mi vasija de cristal y la acerco a mi nariz ¡qué poco controlo ese tarro! me es inevitable transmitir mi temperatura corporal a través de mis palmas que, acumuladores de calor, quitan de mi vino el frescor, importante matiz si queremos destacar su viva acidez, sus toques amargos que agradan al paladar, arrastrando lejos la maldita sed.
La vasija que acoge en sus brazos lisos, inodoros de cristal tiene que posar en un pie de unos cuantos centímetros de largo. Tal pose y postura, aparte de la elegancia y estabilidad que brinda a nuestro caldo -fíjate, servido en una copa así, me ha salido llamar el vino caldo- permite apreciar la mayoría de los sentidos que brotan al catar el vino y, a pesar del alto centro de gravedad, así se aprecian bien-bien el color, el anillo, la translucidez, los aromas y, cómo no, el sabor que a través de la temperatura, mejor o peor resulta.
Como si de una bella mujer hablásemos; sus curvas y belleza, su elegancia y perfume, su pose y su estructura corporal, ¡qué poco se aprecian todas las virtudes si la altura no lo permite y bien esconde y oculta su estela al pasar!
Me divierto con mi copa de vino ya medio vacía y en la mano bien sujeta; el vino y yo formamos ya unidad absoluta, compartimos temperatura y calor, sin embargo me acompaña un humor –aparte de pícaro- muy agradable, que lo encuentro hasta encantador y atractivo.
Los piscolabis que acompañan mi sudor son verdaderamente exquisitos, redescubro la elegancia del sabor inicial de tradición, servida toda en artilugios que acompañan la estética culta y de autor, sorprendente y curiosa. De vez en cuando acerco mi nariz –no hablemos del perfil griego- a mi manquita y disfruto mi vino blanco esencial, sentada en un sofá, con las piernas bien cruzadas.
3 comentarios:
Sí, reconozco que a veces con un buen vino pueden tambalearse las entrañas y sufrir con el primer sorbo, durante algunas milésimas de segundo, el síndrome de Stendhal. Se te acelera el pulso, te tiemblan las piernas, y necesitas ese sofá para superar el escalofrío y seguir bebiendo de esa copa coja que te engancha. Sí, todo eso es cierto. Pero me ha conmovido leer en esa carta "Tomate de Almería en ensalada". Porque sinceramente Almería tiene buenos tomates. Y buenas playas...
Un beso.
...y buena gente.
Me tienes que explicar mejor lo del síndrome de Stendhal. Precisamente me acordaba de ti, haciendo mi vaga referencia al diseño industrial y me gustaría pedirte una cosiña, abusando así de tu amabilidad...
DISEÑAME UNA COPA DE VINO,
POR FAVOR!
Un abrazo grande, nada manco ni cojo.
Tan dulce, como un tomatín almeriense.
¿Nos podrías pasar más info sobre el restaurante?
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