Hace un mes viajé a Valladolid. Lugar remoto para mí, destino que apenas había meditado.
No suelo tener compromisos sociales, ni protocolos que tenga que seguir pero siempre respeto las fechas y el calendario. Llegaba el sábado y me encontraba todavía atascada entre ventas y transferencias, me rodeaban muestras de vino que había que hacer rotar. Pares e impares, cajas de seis medio vacías y botellas de unos cuantos centilitros medio llenas, gente reclamando su dosis de alegría y de sabor a tempranillo, con encanto embotellada.
Así llegó ese sábado y yo pendiente de mi cita con tan sólo una ciudad y por un aniversario que parecía que me lo acababa de inventar; así me marcho esta mañana del sábado.
Llego aturrullada y desmelenada. Me instalo en una habitación y asiento mi impaciencia en el sillón incómodo de mi subconsciente, allí, al lado de los pensamientos, que por momentos me dicen que por una vez más esa noche iba a cenar sola.
Tengo sed, me peino rápido y me cambio de ropa para salir ya, así regar mi inseguridad y rezar porque mis sentimientos no me vuelvan a engañar.
Poco amurallada y puntual, como yo, es Valladolid. Se distrae y se dispersa entre la antigüedad y sus nuevas edificaciones, te hace cruzar un puente nuevo y ese antiguo; Valladolid respira e inspira aire ambiguo y me hace pensar que al final te encontraré allí, donde quedamos hace años.
Tarde calurosa y la ciudad me recibe con calma y con tranquilidad, me escondo y encuentro refugio en pequeñas casas donde se me sirve un verdejo semidulce, sorprendente y fresco, acompañado por una variedad de pinchos que siguen el clímax del sabroso al exquisito y así mi impaciencia se empieza a orientar hacía la calma y, sí, hacía la felicidad. Desconecto. Marcharse sin desconectar es un acto de cobarde y yo presumo de no ser tan recelosa. Me pregunto de donde saco esa capacidad de estar sin que nadie lo sepa y esa puntualidad de siempre ser la primera en llegar a las citas frágiles y tan críticas. ¿Me invento relaciones y su respectivo final? ¿recuerdo una tal fecha y exijo no ser la única, ni la primera en llegar? Aún así, voy y confirmo la reserva para esta noche. Para dos.
Lugar cerrado con varias salidas hacía lo que uno busca, supongo que necesito respirar y librarme de tanta felicidad repentina. Así que me invento un juego de camino hacía donde me quedaré hasta la hora de cenar. El juego consiste en dar pasos por los extramuros de la ciudad y contar cantando,
Vino - mosto y cenceñas
Tinta - pinta y cochinillo
Tortas - finas, pan de trigo
Agua fresca, del molinillo
Corre - corre que te pillo
Atardecer tardío, casi pausado, duda en separarse del sol que todavía deslumbra mi ansiada espera. Me tumbo bajo la sombrilla que me toca por hospedarme en esa casa, sigo murmurando mi canción y quedándome dormida …-molinillo y durmiendo …y si te pillo… agua…me duermo…y tinta…me separo y te paro, molinillo…y sueño, vino.
Nadie vino para despertarme. Solamente la lluvia. Unas cuantas gotas empiezan un trapicheo constante contra mis parpados, me levanto y miro hacía la sombrilla que, ahora que el sol se va escondiendo, de la lluvia se desentiende y me desaloja del sitio de mi profundo sueño.
Me conformo con un café que ligeramente mancha la taza de leche caliente que se me sirve allí, debajo del toldo que se burla de la tormenta que mis sueños acaba de acobardar. De nuevo aturrullada y despeinada, me levanto y corto una ramita de jazmín y la coloco al lado de mi taza, como una galleta que no se moja pero adorna y perfuma; me tomo mi leche manchada y me es inevitable ponerme nerviosa, se acerca la hora de cenar, la hora de celebrar mi aniversario y acudir a nuestra cita.
Subo a la habitación, en el ascensor me río sola por haber acompañado mi café con una flor blanquita, mis labios saben a café y mi nariz rebusca el jazmín que me lo llevo en la mano.
El tiempo que pasa y el que no es una noción y dimensión aparte, asunto personal que se me hace difícil aguantar siempre cuando estoy a la espera de algo grande. - Pausa interminable aquella noche que recorrí el callejón de tu enfado, esperándote a que se te pasase y así pasaste y nunca volviste a aparecer. Me monto un moño en la cabeza desenredando mi melena y me meto dentro de un vestido que supongo que te encantará.
Metida en la habitación y delante de un espejo recorro las expresiones de mi cara, intentando practicar la sonrisa que te regalaré de bienvenida.
Me asomo a la terraza y – pausas interminables que ningún reloj supo contabilizar aquellas esperas en aeropuertos y estaciones hasta que aparecieras tú y tus trastos inconfundibles-, y me sirvo un gin tonic para contemplar mi inquietud y mis nervios que ahora ya se agrandan. Mi maletín, pues mi maletín está allí, lo cojo y allí meto la cartera, un par de herramientas de urgencia más, para justificar mi viaje repentino de Madrid a la medio amurallada Valla.
Salgo a la calle y cuán diversión ir de camino a esa cita, cuán ilusión me hace mi vestido azul marino y ese moño que disimula mi ansia de verte y que tu me veas así de cambiada, de camino voy y tengo que cruzar un puente hermoso y así lo hago y sigo delante y acelero; mis pasos se convierten en pequeños saltos, los que el vestido ceñido me pueda permitir. Casi llego tarde y mira que me dejé el gin tonic a medias y mira que llevo preparándome para esta cita durante una eternidad y si llego tarde, pues mejor, así te hago esperar y así con más ilusión me recibes.
Vino - mosto y cenceñas
Tinta - pinta y cochinillo
Tortas - finas, pan de trigo…
Y murmurando llego a la calle de los Tintes, al lado tengo la Catedral, y allí en la puerta del restaurante Trigo me paro. Entro y Noemí me recibe con un mimo sutil y con la misma delicadeza se me indica mi mesa y hacía ella me dirijo y allí me siento; por lo visto he llegado antes que tú.
Intento orientar mi mirada hacía lo que me rodea, comensales que ya han empezado su cena, susurros acompañados por delicadas risas, conversaciones que se acaban de emplatar, acompañadas por botellas de vino cuyas etiquetas me distraen. Cuento unas cuantas mesas que habitan este local que, nada más entrar, consigue calmar mis nervios o cualquier inercia que me haya acompañado hasta su mismísima puerta. Me fijo en la decoración que tiende al minimalismo, ese sentido mínimo que se aloja no en lo básico sino en lo esencial, una estética que simplemente deja que predomine lo primordial, a por lo que uno viene; vengo a cenar y verte, vengo a verte y contigo mi cena compartir. Intento concretar sentimientos, contener un par de lágrimas y disimular mi soledad. Mi mirada pasea entre las mesas bien puestas y ocupadas por gente no tan solitaria y Noemí se me acerca para preguntarme si estoy a gusto y si quiero consultar la carta.
-Claro que sí, gracias.y su voz hace que mi tensión se ablande y enseguida recibo la carta en la cual me hundo y con ella mi impaciencia entretengo. Mi mirada se mece sin que mude de lugar o de página. Entre los entrantes y según lo descrito en cada línea se para y reposa y, como si de una conspiración se tratase, esta descripción de sabores que delante de mis ojos se despliega y tu eminente llegada derivan en un mariposeo único de mi estomago. Mariposas que sienten y consienten, apetito que se convierte en hambre y ganas de probar esos quesos de la tierra junto con el hígado del pato a la sartén con avellanas y albaricoque.
Mi mirada también revolotea por los platos de carne, pensando en tus preferencias y tu gusto especial para las carnes rojas y jugosas. Pies de cerdo crujientes con ñoquis de queso en su guiso y una paletilla de lechal con ensalada fresca.
Noemí entiende y se acerca y como si ya estuvieras ya allí con naturalidad le pido ese menú para dos y ella sin dudar me ofrece la carta de vinos.
No pretendo generalizar y ser tan atópica y poco acertada recurriendo a los tantos tópicos que con maestría mi enofília –véase amor por el vino- visten. Sin embargo ahora mismo voy a invertir todo lo que tenga y sepa acerca de ese amor, hacía el vino y hacía ti, me despego leyendo rápido los vinos de Trigo bien catalogados y con sentimiento elegidos.
Y el orden sería: tú y yo cenando.
Tú a mi derecha y yo a tu izquierda.
Sentados al lado, enfrente no, sería de poca confianza y como si el tiempo nos hubiese separado de verdad.
La selección de quesos y el hígado de pato. No tengo duda alguna; los que insisten diciendo que los vinos dulces son de postre se engañan profundamente y, créeme, de engañar y de vinos todos los días se aprende.
- Con los quesos si le parece, el naturalmente dulce de Telmo Rodríguez, el MR, de la compañía y de Málaga.- Con el hígado me atrevería con uno de los Oporto. Complejo, denso y Vintage.Un intercambio de sonrisas y de complicidad y me quedo sola de nuevo. Es sencillo saber esperar y esperar sabiendo que a lo mejor me equivoco de fecha, de persona pero no del lugar. La presencia de Noemí tan ligera y sutil me saca de nuevo de ese remolino de pensamientos y se ocupa de descorchar el MR que se presenta junto con una selección de quesos de León.
Acerco la copa a mi nariz, el recuerdo a jazmín se esfuma y el moscatel, ese querido moscatel que tiene mi alma atrapada, cuyos aromas afrutados se enredan como yedra que va conquistando a la perfección muros de piedra centenarios. Perfumes que van subiendo como toda esencia volátil hasta que se atrapen por el olfato que detecta cítricos y esa madurez frutal, que sabe a verano caluroso por las cuestas axárquicas e inocentes.
Levanto la mirada, dejo la copa, estás allí mirándome. No sé si me emociona el moscatel o tu llegada, o quizá este afortunado encuentro. Hablar de lágrimas no vale, mi copa tras la primera rotación parece un alma desbrotada y llorona, lágrimas de vino dulce que van cayéndose por las paredes del cristal.
-Siéntate, aquí tienes tu copa. De naturalmente dulce. Excelente coincidencia ¿no crees?Me cuentas y te cuento, nos falta por este aniversario brindar, sin embargo como tema tabú se esquiva y se disimula. Mi mente se aligera y a la vez el pasado pierde importancia y peso; estos quesos de la tierra, de tu tierra y de los que saben que a palas largas el pasado nunca se debe excavar, saben a armonía y resaltan y exaltan el sabor a moscatel, el sabor a tu presencia y tu regreso tan inesperado.
Envinamos y te cambio lágrimas por más lágrimas. Una copa de Oporto que pronto desvela sus gotas de dulzura y potencia, susurro fugaz de ensamblaje que me cuesta definir; nunca descartaría la tinta
Roriz y sí, esa generosidad envejecida de un Oporto que a su temperatura idónea hace que el hígado de pato sepa a santa gloria, hace que nuestra conversación se enrede como yedra que crece sin parar, abatiendo murallas enemigas. Matizo porque sí, porque las avellanas que este hígado están acompañando regalan contraste de textura, de lo blando y esponjoso al crujiente y estridente, en su conjunto desvelan ese sabor que tu paladar con placer recibe, enjuago ligeramente con ese
vinho especial, su esencia a roble se potencia sin más, te quedas callado y pienso que como yo estás disfrutando.
Atrévete a definir y con palabras describir a que sabe este maridaje, a que sabe este reencuentro. Lánzate y háblame del presente y de lo que no pasó, de lo que quisiste y de lo equívoco de tu decisión y, tras estos primeros pasos por Trigo, déjame contarte lo que viene a continuación.
-Sí, sigo con los vinos y estoy feliz. Me rodeo de conceptos tan convencionales que me permiten recrear y remodelar mi único objetivo; generar palabras que describan el sabor, que insinúen una pasión por los sentimientos y los sentidos. Cato para poder escribir, escribo para poder brindar, brindo para tener historias que contar. Me motiva el gusto y la variedad, me inquietan las personas insensatas, me enternecen los que trabajan la tierra, me entristece la falta de la elegancia minima, me importan las inquietudes gastronómicas.
Valoro el esfuerzo y me alejo de lo insípido e incoloro y me gustan las berenjenas con miel.
Me emocionan los ojos desteñidos y las sonrisas tímidas y los vinos que saben acompañar, los vinos que se hacen únicos cuando se toman por personas sensatas y por el amor talladas. Es agradable estar en este local donde se respetan tu humor, tu amor y tu apetito. Es agradable estar en esta tierra que varios nombres de vino acoge, terruño de sarmientos de la tinta principal, y entre tantas contigo voy a degustar la de Zamora. Evitemos los tópicos, esta cena me divierte tanto aunque reconozco que yo hablo más que tú, pero aún así, tu silencio se aprecia y disfruto tus pausas entre tragos y estos bocados exquisitos. No hace falta que hables, tranquilo, hablo yo por ti y me encargo por lo que estás viendo de esta cena excepcional. Quédate así de quieto y déjame pedir el vino que va a acompañar mi delirio y tu silencio, las manitas de cerdo y esta paletilla que con tanto agrado y esmero Víctor propone y sugiere.
La Venta Mazarrón, de Castilla y León, de esta misma Tierra, que en su cenit tiene que estar. Se presenta y se descorcha y el paso suave de Noemí hace que este aniversario tan peculiar coja más sentido y sensación, conmoción y ese sabor que convierte ambos platos en un ensueño y satisfacción del paladar que está en busca del sabor a propio, correcto y proporcionado. Una granada que acaba de reventar dentro de mi copa de forma de tulipa, sus granos que se convierten en gotas que caen lentamente. Tonos balsámicos que combinan con la textura suave y ese juego de gelatina crujiente, propia de los extremos de un animal cuya chicha define toda una cultura.
Me impresiona esa política de sabor y mentalidad de cocina tradicional que todavía me tiene mucho que contar. Unos ñoquis de queso posan con picardía y ofrecen más sabor, complementan mi visión y tu silencio que a mi me dice mucho. Una notable acidez que la tempranillo de Zamora posea sigue estimulando mi paladar entre bocado y bocado y cuando paso al plato del lechal, esa jugosidad cárnica me llega a emocionar, no me pidas que te describa más, déjame por un momento no hablar y te permito seguir mis expresiones con la mirada.
Cuéntame ahora tú, cuéntame si estás de acuerdo con la política de los gourmets, con lo exquisito que humilde es, con la ricura de este aniversario y de esta cena que no le falta ni ritmo ni compás ni el silencio que se requiere y se exige cuando la boca tienes llena de sabor y emoción.
Apacible y sereno tú y el venta Mazarrón, ahora que se ha aireado entre platos que volvería a pedir al regresar a esta misma mesa. Se retiran los platos vacíos y observo tu sonrisa, mirándote se me pega sin querer, placer e inocencia en una sonrisa que testigo mudo es de tu discreta presencia en esta cena.
Postre. Siempre te decantabas por el chocolate, valor tuyo clásico que nunca te ha fallado y Víctor se acerca y sugiere una barrita de chocolate acompañada por un helado de melocotón de viña, y tu mirada me dice que sí.
-Sí, seguimos con el mismo tinto para no desperdiciar esta última copa que todavía te queda y me queda.
Siempre con los postres he estado incómoda y algo ignorante la verdad, y tú mejor que yo lo sabes. Quizá sea el momento de esta cena con más tensión, sí la barrita está exquisita y ahora te voy a contar que la tempranillo tampoco queda mal saboreándola al final con el ligero amargo del cacao que se deshace bajo la frescura del helado que sabe a melocotón intenso.
-Brindemos pues. Ahora sí, brindemos.
Por ti, por mi, por esta cena de aniversario, por el presente y por que la despedida sea corta y sutil, porque disfrutes siempre cuando comes, porque sepas sonreír y poco hablar, porque sepas definir el sabor y la emoción.
Ya no queda vino, te levantas y te vas y me quedo atrás y todavía sentada para observar y sumar sabores y palabras, silencios y tragos. Es verdad que la despedida ha sido corta y sutil, una pena que no hayas estado hasta el mismísimo final; Noemí y Víctor invitan a la última golosina que su dulzura por el camino me acompañará. Divertida forma de un dulce ser, bandejita adornada de diferentes texturas que su sabor goloso con alegría indica. Me quedo mirando como una niña que le acaban de regalar un carrusel que alrededor de un mundo de sabor está girando; nubes de fresa o fresón, bombones y teja de caramelo. Una pena que ya no estés, con lo goloso que tú eres.
Inolvidable cena con sentido en su plena expresión, inolvidables pasos por la gastronomía propia que recuerda y añora innovando. Coincidencia que hayas estado entre copas y vinos a mi lado y que ya no estés; tu llegada marcada por el naturalmente dulce y tu despedida por la última copa de la tinta zamorana me hace bien pensar y deducir que quizá sola he cenado. Si eso es verdad, me considero feliz por haber estado aquí, contigo o sin ti. Celebro mi aniversario y me marcho para algún día volver, callejeando por Valladolid, susurrando…
Vino - mosto y cenceñas
Tinta - pinta y cochinillo
Tortas - finas, pan de Trigo…
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