La ruta del caracol, parte II.
¨Vendimiador¨, acuarela 35x50, de Maria Elizabeth Cantini
Sus dos parpados gradualmente han estado sellando su vista, separando su mente de la infinidad de posibilidades que se desplegarían delante de él, tras haber decidido llegar hasta el sur, para encontrar lo que con locura sobrada buscaba.
Lorenzo está viendo a su padre agachado y tan entregado a lo que está haciendo con sus dos manos ásperas y ariscas. Cada golpe que había dado durante toda su vida, sujetando la vara de madera contra las ramas de los olivos, estaba marcado en esas dos manos. Cada grieta de su piel valía por un buen puñado de aceitunas delicadas y hermosas, un buen puñado de uvas que brillaban bajo los atentos repasos de temporales beneficiosos. Cada gota de sudor, que se canalizaba por las humildes arrugas de su envejecido semblante, correspondía a gotas pulidas de aceite, de mostos y caldos valiosos.
Qué perspectiva tan curiosa la que Lorenzo tenía en este preciso momento delante de sus ojos; su padre agachado entre las vides de Vall-Lobrega y, a poca distancia, la mar brillando bajo un sol que pronto concedería su puesto monarca a la noche cálida de ese verano; un verano que ya se despediría pronto del pequeño Lorenzo y le dejaría ese primer recuerdo de una estancia veraniega en el litoral. Lorenzo se distrae admirando el horizonte índigo, por primera vez en su vida está viendo manadas de aves sobrevolando con tanta delicadeza unas cuantas barcas que cortejan la bahía del fondo.
– gaviotas…
Oye el pequeño entre los murmullos de la gente tosca, entregada entre las cepas cargadas de perlas amarillentas y esmeraldas jugosas.
-Pues serán gabiotas, piensa la criatura e intenta repetir esa palabra sin saber pronunciarla correctamente, y se pregunta de qué se alimentarán esas aves que no se acercan al campo para cazar liebres y culebras, como los aguiluchos de Don Cicuta.
Su entretenimiento se acaba pronto, cuando de repente se da la vuelta y se dispone a buscar a su padre. Ya los vendimiadores están recogiendo las últimas cestas rebosadas de racimos maduros, están apilando cenachos y cajas de madera vacías. Algunos que otros están formando pequeñas tertulias para despedirse; mañana es el último día de esta vendimia y habrá que negociar las retribuciones, repartir las plazas y los gastos de los vehículos que han de transportar a estos nómadas de toda broza desde la costa catalana a sus lugares.
Lorenzo, con ojos que brillan de inquietud, está buscando a su padre pero no lo ve por ningún lado. Esas buscas con la mirada, que todos los días repite Lorenzo cuando su padre le lleva con él a las faenas, al niño le han instruido a buscar el sombrero de su padre, el que siempre lleva para proteger su rostro de ese sol intratable.
Ese sombrero, testigo de años de labor duro y protector del rostro paterno, fácilmente se distingue entre los demás; hecho de paja fina y delicada, hace contraste con las hojarascas del agro. Había escuchado a su padre decir que su sombrero se llamaba panamá, y cuán gracia le hacía al pequeño que su padre pusiere nombre a su sombrero!
-Lorenzuelo, cuelga ahí el panamá, que hoy se ha mojado y quién va hasta Logroño para comprarse otro…
y el niño, con mero cuidado, cogía el sombrero y, pasando sus pequeños dedos por su textura lisa y húmeda, lo colgaba, poniéndose de puntillas, en la pérgola de la terraza trasera, donde todavía daba el sol.
Más pequeño y más blanquecino que los demás sombreros, ahora mismo el panamá no se veía por ningún lado y Lorenzo con agonía está gritando el nombre de su padre, mirando hacia los demás compañeros que no se quieren dar cuenta de su desconsuelo.
-¡Papá!
-¡Papaaá!
-Aner, mi papaaá ¿dónde estás?
-Aner, ¡ah por favor no me dejes, mi papi, mi papa Aneeeer!
Llamando a su padre por su nombre, Aner, hace que los compañeros se den la vuelta para localizar el foco del disturbio de este atardecer sereno y el pequeño se dirige hacia ellos gritando:
-¿Dónde está mi Aaaner? ¿Dónde está mi papá… y ya sus palabras se están deshaciendo dando lugar a un llanto monótono y cargante.
-¿Y quién es Aner?, pregunta casi retóricamente una de las pocas muchachas que habían acudido a la vendimia.
-Ah bueno, el babazorro[1] del sombrero raro, alega otro, que poco le está llegando a los oídos y al corazón el llanto del pequeño, que se daba ya por abandonado y desamparado.
Lorenzuelo le mira a los ojos sin entender que le está diciendo ese señor. Los ojos húmedos del pequeño están buscando un hueco de sensibilidad en el rostro de ese hombre pero él, tan bruscamente, le da la espalda murmurando algo que, a los oídos de Lorenzo, suena como ¨gabiotas¨ pero no…
-Vete, gabato[2], vete y cállate ya… diós…
La cara del chiquillo se vuelve más pálida de lo costumbre, una palidez que se asemeja a la del panamá de su Aner. El chiquillo, desconsolado, se agacha al suelo, como hacía su padre hace un rato entre las vides, y tapa con sus dos manitas su cara y se dispone a llorar ya sin voz, sin suspiros sonoros y sus lágrimas abundantes están regando sus palmas tiernas.
Pensamientos discontinuos que no llegan a ser palabras, como corrientes de aires helados que chocan contra las vallas que protegen a los animales mansos las noches de invierno.
-Oye tú, niño rico, enséñame tu cara y deja de llorar, soy yo, tu moza favorita…quita tus manos de tu carita, niño, sino no te doy agua, cariño..
Una mano cálida acoge la cabecita del niño que está dudando en entregarse al interés repentino de esa muchacha de la vendimia. El tono de voz de la muchacha es semejante a su caricia, tierna y compasiva:
-Niño, Lorenzo, Lorenzuelo ¡mírame! Que tu papá está bien, tu papa se ha ido en barco a traerte corales de la mar, caracoles de aguas dulces y saladas, uvas de conchas citrinas y alejandrinas… Tu papá te traerá chocolatinas de zafiro y un par de zapatillas para que su niño ande ligero y cómodo por tierras desconocidas…
Lorenzo afloja y despega las manos de su rostro, nota el aliento de la muchacha muy cerca de su frente, su mano sigue acariciando su cabeza, le da vergüenza desvelar su cara mojada de lágrimas y sudor. Su llanto y pensamientos se han convertido en gemidos continuos que le impiden respirar. Sin voz y alentando como un cantaor sin compás, decide separar las manos de su cara y dirige su mirada a la muchacha…la muchacha que tiene un rostro hermoso, una sonrisa bien fijada y una voz tan agradable…
-Te fuiste, Lorenzo, te fuiste sin despedirte y eso me dolió. Te busqué por todas partes para darte más agua y acercarte el salero pero tú…tú saliste corriendo del local para buscar a tu padre pero tu padre ya no está. Mira, ha dejado este sombrero para ti y me pidió que te dijese…
La voz de la moza hermosa se esfuma y da lugar a los graznidos de las gaviotas que se están acercando para consolar al niño y admirar de cerca la belleza de esa mujer…
Lorenzo está frotando con sus dos manos su cara empapada de sudor. Bajo los movimientos de su cabeza su mochila cruje contra la arena compacta por todo ese peso, mientras está intentando abrir sus ojos que le escuecen por la luz que, de repente, sus parpados sueltos han permitido que invadiese su vista recién despertada.
Lorenzo abre los ojos de par en par y pasa la lengua por sus labios mojados de lágrimas saladas y sudor agrio y nota su corazón latiendo fuerte. Se incorpora e intenta recobrar el aliento, respira hondo y su mente recupera el sentido y la razón, aunque sigue oyendo claramente esos graznidos de aves marítimos que no cazan ni liebres ni culebras. Lorenzo se levanta, sacude su ropa de la arena fina que se ha metido en cada arruga de prenda y de piel y recibe con agrado ese vientecillo fresco en su rostro angustiado del sol y de ese sueño lucido.
Ya la playa Chica está llena de gente que está disfrutando de esos primeros días que se muestran tan calurosos y atrevidos para ser abril. Lorenzo se agacha y coge su mochila. Mira hacia los posibles caminos que le llevarían lejos de esta aglomeración tópica y vulgar y se dispone a alejarse lentamente arrastrando sus pies por la viscosa arena y, como si un caracol fuere, dejando atrás una profunda huella alargada.
Lorenzo se vuelve a meter en los callejones decidido a desenredar las entrañas de esta pequeña ciudad encantadora, mientras las gabiotas, molestas por los ocupadores de la playa Chica, aletean regalándoles sus graznidos más agudos.
[1]1. adj. despect. natural de Álava.
[2]1. m. And. Cría macho menor de un año de los ciervos o de las liebres.
5 comentarios:
Para cuándo una nueva entrega de las aventuras de Lorenzo?
Cuando Lorenzo me lo cuente todo.
Menos soñar y más contar!!
Estuve donde Lorenzo. :-p
http://enmalcastellano.blogspot.com/2010/05/esperando-la-parte-iii.html
Dile a Lorenzo que me llame.
Gracias!
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