Cierre por éxito brutal
Me informo, más bien por casualidad, de las cosas que más me puedan importar. Y datos inútiles me abruman a diario, y pierdo la sensatez y el criterio para clasificar información menos o más insípida, y es cuando cierro el periódico pero lo guardo, ya que a lo mejor me interesa demasiado el artículo que, por casualidad, leí sobre una novedad culinaria que tú también te pararías a leer.
También guardo algunos clásicos, una buena receta de ajo mataero,
por ejemplo.
Mi actitud.
Yo cierro la ventana cuando tengo frío, cierro con llave mi puerta cuando tengo miedo, me encierro en mi hogar cuando lo paso muy mal.
También cierro bien la olla a presión y le pongo la válvula bien apretá para que las lentejas se me hagan rápido. Cierro bien el bote de café molido, para que no se le vaya el aroma así de pronto. Lo mismo hago con el frasco del orégano, el que cogí con prisas en mi último viaje a Grecia, me imagino abrir el armario de la cocina, encontrármelo medio abierto y que su olor me invada, recordándome lo que constantemente voy dejando atrás.
Y si me pongo a pensar, más cosas que voy cerrando con empeño y a menudo tengo que usar un trapo para poder volver a abrirlas. Mi fuerza no llega, la mano se escurre. Quién habrá cerrado esto con tanta fuerza, si yo vivo sola.
En mi época de mis días malagueños pude cerrar puertas abiertas y entreabiertas varias, casos raros y difíciles, y botes de especias o encurtidos. Compartí cartones de tomate frito, compartí la sal y la pimienta, compartí botellas de refrescos y de espirituosos que a veces los compañeros dejaban abiertas. Me fui a vivir sola y ya ni me acuerdo cómo es quejarse por la gaseosa que ha perdido su fuerza.
Hace un par de años, cerré el capítulo de mis días de postgrado, cerré mis cuentas con un compromiso que me llevó a redactar algo que muchos esperaban. Presentado, pues, el trabajo que tuve que entregar para justificar mis años de estudios fuera de casa, me quedé con cartas de restaurantes amontonadas en mi casa, las que meses después pude clasificar y bien cerrarlas en un cajón.
Días sueltos abro el cajón y miro rápido por encima, pensando que un día debo de visitar algún que otro restaurante de los que me animaron a seguir con lo mío. Es verdad y reconozco que algunos de esos locales ya no siguen. La verdad es que aquello se intuía, no por la crisis que todos hemos aprendido a pronunciar con mucho respeto, sino por la propia carta; se veía venir que esos platos no iban a aguantar mucho la competencia de la alta cocina, tan alta que a la mayoría nos cuesta alcanzarla.
Cartas presentadas mal, que además dejaban tan poco espacio y margen a los vinos. Y vinos de la casa, vinos espumosos, entrantes y postres, compartiendo página y a veces precios no tan dignos.
Yo me libré de mis dudas rápido, qué culpa ni que culpa, yo las traduje todas y ya las propuestas las dejé al gusto.
La noticia.
El otro día me enteré de que uno de esos restaurantes famosos y de alcance más bien difícil anunciaba su cierre durante los próximos dos años. No por la susodicha, tampoco por falta de fondos o de clientela, ni por carencia de una carta decente. Su carta la tengo aquí, tiene tantas páginas y volumen semejante a un diccionario o a un tomo de novela larga.
En esos tiempos de mis estudios sobre la buena traducción de una carta, me sentía orgullosa, consciente de que una transcripción correcta de la misma formaba parte del marketing del local, de cada uno de esos locales que se quería dirigir a un público de habla extranjera. Mil maneras de promocionar, sin embargo sólo una forma de decir espuma de guisante en inglés o en francés. (En griego no me atrevería a decirlo; sonaría, como mínimo, absurdo).
Así que cartas traducidas que puedan reflejar bien los platos y a la vez mantener su esencia, para mí era un éxito más que merecido. Matices de la cata de los vinos ofrecidos traducidos menos estrictamente, ya que el olfato es preciso pero a veces confunde. El color sí, es menos relativo y más fácil de darlo a entender, aunque haya rojos de picota y rojos vivos, blancos claros o menos turbios.
No, si yo estoy de acuerdo, pero me pongo a dedicar una entrada entera a este fenómeno que yo llamaría paradójico e incluso extravagante, cerrar un restaurante para pensar en los nuevos platos y filosofar sobre los fogones de un éxito que sigue vivo, a pesar del aprieto psicoeconómico que a todos supuestamente nos afecta. Y más que nos va a afectar.
Como traductora sigo en pie, como promotora del producto casi que me rindo, reconociendo que cerrar un negocio para crear y para normalizar el éxito me parece un lujo, que se convierte en la mejor forma de venderse. Cuando hay creatividad y platos ricos se crean fondos, y cuando hay fondos se crean nuevas maneras de promoción. Seguidamente uno se anula y brilla por su ausencia.
Cierre personal.
Sigo aprendiendo, sin duda ninguna. Y leo y releo ese artículo que me llegó muy adentro y pienso que con tanto cierre que he experimentado yo, ya debería estar contenta. Me vendo mal, el negocio va regular y me esfuerzo más, me promociono pasivamente, con respeto hacía las expectativas y me distancio de mi objetivo.
Lo voy a cerrar todo, apretando bien. Lo voy a hacer con actitud, como noticia no se acogerá, pero por eso están los blogs y los aludidos.
Esta misma noche me ocuparé personalmente de bajar la persiana y echar la llave dos veces.
Cerrar mi ventana bien y antes de acostarme asegurarme de que el frasco del orégano está cerrado, a no ser que su olor me haga llorar.
Que nadie me diga, al encontrar mi puerta bien cerrada, que ha sido por falta de motivación, ganas y sentimientos con fundamento.
De todas formas, se trata de un cierre temporal, por un éxito continuo.
Cierre por éxito, pues, a no ser que pienses que yo no sé traducir e interpretar bien la palabra marketing.
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